jueves, 26 de enero de 2012

LA CASA DE LA TÍA

Anónimo.


Fátima contempló el frente de la casa desde su auto, y dudó, pero al fin se decidió y entró.
Cuando era niña no le gustaba ir a aquella casa, la asustaba, teniendo sus padres que
llevarla a la fuerza. En la casa vivía su tía, una anciana excéntrica y solitaria, muy rica y
avara también.
Aunque eran recibidos de mala gana por la anciana, los padres de Fátima la visitaban con la
intención de hacerse merecedores de la herencia de ésta. De nada les sirvió; murieron en un
accidente de tránsito.
La anciana murió años después y sin haber hecho un testamento. Fátima fue hasta la casa para
tomar algunas cosas, antes que otros parientes lo hicieran.
Atravesó lentamente la sala. Todo estaba como lo recordaba, aunque hacía muchos años que
no visitaba el lugar.

Los muebles eran grandes y viejos; una fina capa de polvo opacaba todo, haciéndolo lucir más
antiguo, y cerca del techo se arqueaban inmensas telas de araña, pesadas por el polvo.
Avanzó hasta el cuarto que fuera de su tía. La cama en donde dormía la anciana, tenía el
colchón hundido en el medio, señal de que la dueña había estado postrada sus últimas semanas.
Fátima comenzó a revisar los cajones de una cómoda, buscando joyas.
Tenía la mitad del brazo metida en un cajón, cuando súbitamente sintió que algo le agarró la
mano. Tironeó con fuerza, y vio que lo que hizo presa de su mano, era otra mano, huesuda y
arrugada, toda surcada de venas saltadas.
Fátima emitió un grito muy agudo que reverberó por toda la casa.
Cuando logró zafarse, la mano del cajón quedó tanteando el aire con rápidos movimientos de
los dedos.

Al girar rumbo a la puerta, notó un bulto grande sobre la cama; era su tía, con la apariencia
putrefacta que debía tener en ese momento en el ataúd en que estaba enterrada.

- ¡Fátima, ven a saludar a tu tía! - dijo la aparición, y lanzó una carcajada estruendosa.

Fátima sintió que se iba a desmayar de terror, entonces hizo un esfuerzo y salió de cuarto
tambaleándose. Alcanzó la puerta de salida, pero apenas traspasó el umbral cayó desmayada, y
enseguida una fuerza invisible la arrastró hacia el interior y la puerta se cerró.

MI MAESTRA

Autor: Juan José de Soiza

Mi maestra…
     Me parece verla todavía. Cierro los ojos y la veo. Pero la veo tan bien, que al evocar su imagen, dudo de que haya muerto… La pobre murió tísica. Los chicos a quienes ella idolatraba, fueron sus victimarios. Tanto la hicieron sufrir y tanto la hicieron llorar, que la infeliz no tuvo más remedio que morir. Y murió, os lo juro, santamente. Era pequeñita, rubia, suave… Hablaba con los ojos. Sus ojos eran negros. Además de negros, eran tristes, pero de una tristeza de muchachito enfermo que no tiene juguetes… ¡Pobre maestra! Me dan ganas de llorar cuando me acuerdo de ella… Yo la hice penar mucho. Una vez lloró por mí de tal modo que, todavía, después de veinte años, mi corazón se encoge de vergüenza; sin embargo, mi culpa no era grave. Su temperamento enfermizo y sus nervios sensibles de violín armonioso, agrandaron mi falta. ¿Qué le hice?
     Fue sencillo. Aprovechando un instante en que ella salió al patio, escribí en el pizarrón, con tiza, lo siguiente: "La maestra se parece a un imbécil fideo…"
     Cuando volvió al salón, y leyó esa grosera mofa a su flacura, no pudo hablar. Se puso pálida. Tuvo un acceso de tos. Se fue a su mesa, y con los codos apoyados en ella y cubriéndose el rostro con las manos, comenzó a llorar ya toser. Lloraba de una manera tan melancólica y tan en silencio, que todos enmudecimos. Aquel llanto y aquella tos nos hicieron ver un poco más en el fondo de la vida. Por nuestras inconscientes almas infantiles pasó un helado soplo de miedo. Yo temblé. Quedé inmóvil en mi banco, hasta oí la voz de la maestra. Habíase quitado las manos de la cara, y a través de las lágrimas, nos dijo:
     –¿Por qué son ustedes tan crueles?… Estoy flaca, es verdad, muy flaca…Hace quince años que trabajo, enseñando a leer, a escribir. Hace quince años que sufro el placer de educar a los niños. Hace quince años que estudio de noche y de día para sostener a mi familia y para evitar que mis pobre padres viejos se mueran de hambre. De tanto trabajar me he puesto flaca… Sí, flaca, como un fideo… ¿Y ustedes no me tiene lástima?
     Cuando la infeliz dejó de hablar, muchos chicos lloraban. Otros oían con la boca abierta. Los demás, temblaban.
     –¿No me tiene lástima? –repetía la señorita. ¡Flaca como un fideo!… ¿Quién escribió eso?
     Reinó en el aula un silencio profundo. Nadie se atrevió a denunciarme. Pero, cuando las clases terminaron y todos los alumnos se fueron, yo me quedé al último. Mi maestra en el zaguán presenciaba el desfile. Aguardé hasta el final. Entonces me aproximé tembloroso:
–Señorita –le dije.
–¿Qué?
–¿Me quiere hacer un favor?
–Con mucho gusto. ¿Qué quieres?
–Déme un beso.
–Tómalo.
–Ahora, pégueme…
–¿Qué te pegue?
–Sí. Pégueme fuerte. Déme una cachetada. Hágame saltar los dientes… ¡Pégueme!
–Pero, ¿por qué? ¿Estás loco?
–No, señorita. Soy un asesino. Yo fui quien escribió aquello en el pizarrón. ¿Se acuerda?
–¿Tú?
–Sí. Yo.
     Me tomó en sus brazos. ¡Yo tenía nueve años! Me besó una vez. Dos veces. Tres veces. Muchas veces… ¡Aún me parece que me está besando! Al día siguiente, pedí a mi mamá una monedita para comprar bizcochos. Fui a la botica:
–Déme diez centavos de pastillas para la tos.
     Llegué a la escuela. Penetré triunfante. Y ocultamente, sin que los demás chicos me vieran, le regalé a mi maestra las pastillas.
–Tome, señorita. Son buenas para la tos.
     Me acarició con sus manos húmedas y frías. Me besó en la frente y…
Pasaron los años. Cuando volví a mi tierra fui a visitar su tumba.
     No fue, sin duda, la historia de mi buena maestrita lo que empecé a contaros. ¡Pero es tan bello remover penas viejas!
     Además, no podría nunca evocar en mi memoria el recuerdo de aquella escuela, sin que se filtrara por las rendijas de mi corazón la imagen de quien me enseñó a leer y a presagiar la vida…